Éstas fechas en las que te rodea la nieve, los mensajes de paz y felicidad, los ojos sorprendidos de los niños junto a una boca enorme abierta debida a las luces y colores, el olor a castañas asadas en el centro de Madrid, ese frío helador que te obliga a pasear con gorro, guates y bufanda. Son estos días en los que si tienes a quien abrazar, a quien dar la mano o con quien admirar como niños las luces y colores que envuelven la ciudad, tienes que considerarte una de las personas más afortunadas.
Aun así, son estas fechas las que siempre han hecho retumbar en mi cabeza inconsciente esa frase: la soledad es estar rodeado de gente y pensar solo en quien te falta. Nunca he sido consciente muy bien porqué.
Qué complicados somos los humanos, lo ambivalentes que pueden ser los sentimientos, lo mentirosos que podemos llegar a ser en determinadas circunstancias por no dañar a quien nos rodea.
Cómo es posible estar brindando en fin de año y darte la vuelta para recoger una lágrima que furtiva ha salido a correr por tu mejilla, cómo es posible que en tu rostro se dibuje una sonrisa y tu corazón no cese de llorar. Cómo es posible estar en medio de la calle, rodeado de gente, oír las risas, petardos, carcajadas, carreras, bromas, besos...y no parar de enjugar tu llanto. Como es posible que me acuerde de ti a todas horas, tú que no estás, tú que hace tanto tiempo que te fuiste y sin embargo olvide a toda esta gente que no para de llamar mi atención para recordarme que están a mi lado.
Qué difícil es disfrutar de días como éstos en los que aún no me he perdonado por olvidar tu voz o el sonido de una carcajada tuya, por no tener tan presente tu aroma o el tacto de una caricia, por sentir como un sueño tu abrazo o tu cálido despertar. Pasan los años y siempre, en estas fechas desaparezco, me meto en mi madriguera y cubro hasta mi cabeza con una manta, me hago un ovillo de lana e intento volver a recordarte, a olerte, oirte, sentirte, tocarte...
Y hoy odio al mundo por estar vacío y es hoy cuando odio seguir.